29/8/08

INTERNO 522




Embocar el saco en la punta del perchero. Presionar el botón del encendido de la computadora. Sacar los anteojos del estuche. Desplegar las patitas hacia los dos extremos. Dejarlos descansar entre mis orejas. Detenerme doce segundos en su cabellera despeinada que llegó. Esperar su beso. Sin que se note. Contener mi corazón que brinca. Pispear de vez en cuando el sol con la forma de un cuadrado. Obsequiarle a mi nariz el aroma de la lana de sus pulóveres. Dar diez pasos hacia la cocina. Presionar la manija hacia abajo y hacia arriba. Estirar las piernas para alcanzar la tasa en lo alto de la alacena. Los muebles nuevos que relucen. Extender el brazo para abrir el cajón de la mesada. Poner el saquito de café adentro de la tasa. Presionar la canillita del container de agua. Mirar el humo que emana de mi tasa. Una cucharada de azúcar blanca que comienza a perder su identidad adquiriendo un color marrón. Girar hacia los lados sobre las ruedas que sostienen mi silla. Ctrol Alt Supr. Mi contraseña. Las máquinas piden letras y números iguales cada mañana. Click Clik. El mouse. Me estremezco con sus alaridos cantando Selfish Jean. En medio de todos los sonidos que hacen al mundo más tolerable ese ocupa un mayúsculo lugar. En la lista de los que hacen que aborrezca este exhalar de mi garganta, el piririri piririri del teléfono se lleva el primer puesto. Debería existir un mecanismo eficaz para silenciar ese artefacto y extinguir ese sonido para siempre. Pienso en los más comunes y eficaces. Pienso que tan hostiles serían las consecuencias que se acto tendría. Nada de lo que tiene esa voz para decirme del otro lado del tubo me preocupa. Todo lo que tenga él para decirme en cambio, me conmueve. Me enternece, por ejemplo, que use los nudillos de los dedos para discriminar los meses de treinta y treinta y un días, que diga que es disléxico solo para leer números, sus ojos de perrito que perdió a su amo alzandose por detrás del box para contestar a mis mecánicas demandas. Me rindo ante las suyas. Su paciencia abominable. La mia siempre a punto de estrellarse contra la computadora. La tensión en mis dientes achicharrandome el estómago cuando el 456 brilla en verde en mi pantallita. El crujir de las hojas. Los líquidos de café resbalándose de las tasas. La alfombra que se arruina. Los guiños de mi torpeza, resultado de mis eternas abstracciones. La locura de creer que la vida puede desmoronarse sobre la textura de una alfombra que cuesta miles de dólares. La gente que insiste en hablar con un migo que no soy yo. Los aurículos de mi nariz que se emborrachan con el olor de su elixir. Mi preocupación por su presencia volviendose mi prioridad entre todas las miles prioridades de una jornada de trabajo. Los mails. Las gracias. Los atentamente. Las disculpas. Los buenos días que son malos cuando él se afeita. La satisfacción de mi risa jactandose de mis ocurrencias. La urgencia de todos. La mia por disputarle la asignación de un sitio en su lista de posibilidades escasamente probables. Los días corrientes. El dinero que se revuelca en el asco de mi estómago. Las determinaciones que jamás tomaría en su nombre. Los años suyos molestandome. El barrio allá afuera. Delicioso febo. El letargo adentro. Los caprichos sin sentido de los poderosos. Yo sonrojandome ante sus halagos infantiles, previsibles frases de ocasión en bloque. "Te queda muy bien ese pulover verde". "¿Te cortaste el pelo?". Otra vez el chirrido del fax interrumpiendo los cantos del silencio. La impresora que se atasca tan de prisa como mis llantos. Las máquinas que el hombre construye para sentirse a salvo. La desdicha anticipada de intuir que jamás va a fantasear con mis besos. Las parades de madera que me detienen su abrazo y la luz chamuscandolo todo. Y yo entre las teclas, regodeandome en mis minúsculos fracasos por conquistar su atención, con mi ejército de cabos sueltos, con los números desvalijando mi creatividad, con una inexistente capacidad de disimulo que igual insisto en hacer visible, con la fábula de mis delirios quijotescos. Yo con los fastidios, los deseos en combustión, el esqueleto dando saltos, las rebeldías enquistadas, todo mi conjunto de fundamentos, un caudal de teorías acurrucado por ocho horas, con las muecas esperando en los bolsillos, con todo mi yo esperando siempre por atropellar el mundo.



27/8/08

Arte para liberarte


Buenos Aires. Agosto y Septiembre 2008. Festival de la Luz.
Es un pecado perdertelo.
Ya lo dijo Marcel Duchamp: "Contra toda opinión, no son los pintores sino los espectadores quienes hacen los cuadros".


22/8/08

It's true

1. El olor del brócoli hirviendose al vapor se asemeja al olor de una flatulencia.
2. Compartir el baño con tu pareja es la evidencia más concreta de que ya son amigos y esa relación está en la cuerda floja.
3. Las cajas que no se vacían despues de los primeros 3 meses de una mudanza, nunca serán vaciadas. (Copyright del blogger Thotila).
4. Si un libro no te atrapó en la primera hoja, no te atrapará jamás. Mejor desistir a tiempo.
5. Querer saberlo todo de él (sobre todo su pasado amoroso), terminará por arruinar tu relación con él.
6. Apenas descubras que tienes un agujerito en el bolsillo de tu campera, no podrás dejar de tocarlo.
7. Cuando vas a un baño público y te dan ganas de dejar salir uno de esos fuera del espacio que se remite a tu organismo, nada mejor que toser o tirar la cadena para que no se oiga el ruidito. Si estás en la calle, esperá a que pase el colectivo.
8. El café en el sillón después de una cita, es el preludio de una noche de sexo.
9. Si querés conocer los hábitos de una persona, nada mejor que pispear el estado de su heladera o en defecto el de su placard.
10. La gran mayoría de las parejas se llevan bien conviviendo porque solo se ven tres horas por día.
11. Si ves una casa abandonada que se viene abajo y la están reciclando, pronto se va a inaugurar un centro cultural.
12. Por más que hagas caso a las indicaciones del paquete, el arroz que hiervas siempre va a sobrar.
13. La fiesta a la que no fuiste por ir al cumpleaños de un amigo al que no le podías fallar, estuvo de puta madre, el cumpleaños fue un bodrio y tu amigo ni se percató de que estabas ahí.
14. Una cosa es ser sucio, otra muy distinta es ser desaliñeado.
15. El día que decidiste deshacerte del boleto de colectivo o tren, de algun bendito lugar surgirá una autoridad competente que te lo pedirá. Lo mismo sucede con el número de celular de él, no basta con que determines que ya es momento de eliminarlo, para que te llame.
16. Una vez que optas por ir al baño mientras tomas cerveza, después no vas a poder dejar de ir.
¿Cuál es tu máxima?

20/8/08

Un poco de sentido común

Yo me pregunto: ¿Qué tipo de criterio utiliza el kiosquero de la estación Carlos Pellegrini, para exhibir el recetario de la hermana Bernarda, entre una revista cuyo título (explícito y elocuente si los hay) es Orgía de travestis y entre el Código Procesal Penal?

15/8/08

sur




Es utópico creer que antes uno llegaba a Barracas por el olor a chocolate, de la fábrica Aguila, y a galletitas, de Bagley. Que sobre la avenida Patricios funcionaba la fábrica Alpargatas. Que en el Riachuelo había una playita donde los chicos se bañaban.
Las barracas comenzaron a construirse a principios del siglo XVIII, sobre la vera del Riachuelo. Según cuenta Horacio Puccia en su libro "Barracas en la Historia y en la Tradición", en algunos planos de Buenos Aires, del siglo XVIII, una lonja de terreno ubicada entre el Parque Lezama y la parte del Riachuelo correspondiente a la Vuelta de Rocha, figuraba con la siguiente inscripción "Las barracas y tierras de doña María Burzaco". Esas barracas "eran construcciones precarias para almacenar cueros y otros productos del país que debían embarcarse en el Riachuelo, o recibir las mercaderías que llegaban del exterior". Al principio fue el barrio elegido por las familias más ricas de la Argentina, que habitaban en lujosas casonas y quintas. Las familias de apellido Balcarce, Montes de Oca, Alzaga, entre otros eran sus moradores. Pero la epidemia de la fiebre amarilla, los obligó a huir a otros lugares transformando el paisaje drásticamente. Poco a poco, se pobló de inmigrantes de todo tipo, especialmente de italianos y se convirtió en un barrio popular de gente trabajadora. Se llenó de cafetines de mala reputación. Sin embargo era un barrio próspero, con fábricas, mercados, autopista. Después de la mitad de este siglo, Barracas empieza a perder su furor; sus fábricas se cierran, se inhabilita su estación de trenes, y la construcción de la autopista hace desaparecer muchos edificios y dos plazas.
La primera vez que pisé el adoquín de Barracas no pude evitar que hicieran estragos las reminiscencias de Sur y la Nube, las películas de Pino Solanas. Las había vuelto a ver otra vez cuando hice mi tesis de grado y fue ahí cuando tuve que admitir mi extraña predilección por la nostalgia y los aderezos que devienen de ese sentimiento. Me atraía la tela bohemia con la que Solanas envolvía sus imágenes, saturada de colores lavados y la música que elegía para dotarlas de un aura especial. Mi vida, desde temprano se empecinaba en ser un tango. Cuando era chica, practicaba las maneras de los llantos en el espejo y encarnaba escenas dramáticas donde era la incomprendida. A los doce, ya me sabía toda la historia del rock nacional, compraba cassettes originales de Serú Giran y Sui Generis y entonaba a la perfección las canciones de Silvina Garré. Todas las estrofas me hablaban de mí. Tenía la costumbre de llenar cuadernos repletos de versos tristes que escribía por las noches y devoraba libros de psicología y autoayuda. La primera vez que fui al psicólogo tenía trece, me habían cambiado de colegio y los llantos se habían trasladado al terreno de lo real con una impunidad preocupante. Era una princesa que se había extraviado en el camino de vuelta hacia los juegos y su castillo se desmoronaba piedrita a piedrita, como en el epílogo de un cuento de Poldy Bird. No recuerdo que algo haya cambiado a partir de las charlas con esa terapeuta que me veía dibujar la mayor parte del tiempo, si sé que desde ahí no paré de indagarme hasta reconciliarme con mis estados nostalgiosos.
Ahora mis días son primeros planos en blanco y negro de construcciones añejas que alguna vez fueron fábricas. De una arboleda generosa en una plaza. De un cielo al descubierto. De vecinas sentadas, tomando mate en las veredas. De un barrio que está al sur. De un sur que siempre estuvo adentro de mí.

8/8/08

Sobre ruedas

En pocos días dejaré atrás mis viajes en el 12 por otros más ajetreados que incluirán la tortuosa combinación: tren-subte. Viajé dos veces por día en colectivo, lo cual multiplicado por cinco días de la semana, durante poco más de un mes, da un total de muchos días que no tengo ganas de contar. En esa cantidad numérica de oportunidades me ví obligada a acatar una ley que no cabía dentro de mis opciones quebrantar. La ley del transporte público. Por cuestiones que aborrezco, a veces se me regala el privilegio de ir sentada, con la mirada perdida en construcciones altas, cielos sucios, paredes con graffitis y publicidades, arboles escasos, fragmentos de vidas de gente que se mueve, todo el tiempo y a toda hora se mueve. Otras, la mirada se pone atenta y esa misma urbe me interpela con descaro. Entonces tomo partido, opino, me enojo, me río, me estremezco.
Cuando escucho a la Vernaci en Tarde Negra se me descosen los botones de la risa. De reojo alcanzo a percibir en las miradas de la gente un dejo de envidia. Los huesos angostos de mis costillas se pegan como una baba sobre la fina película que cubre mi diafragma. Mis cuerdas vocales emiten ruiditos en los que por sobre todas las letras predominan las jotas babosas de Patán.
I
En el asiento de atrás van un papá joven y su nena de unos ocho años. El papá le dice a la nena: -Ahora cuando lleguemos a casa voy a poner a Pappo a todo lo que de, a vos te gusta Pappo, no? seeee, te vas a morir cuando lo escuches tocar la viola, así así así, al palo, rock and roll a morir... ¿Tenés hambre?, ¿Qué querés comer?. La nena se queda callada.
II
Hace unos días en una reunión alguien mencionaba que después de un tiempo había vuelto a "tomar colectivos", quiero pensar que no los tomaba literalmente como se toma un gin o como se toma al novio de la mano, sino meterse adentro de uno de ellos y emprender la odisea de dejarse transportar en esa cosa que te hace mover como un mosquito adentro de un frasco. Lo cierto es que esta persona decía que había perdido ciertos códigos, como ser, al principio cuando quería circular pedía permiso, pero como nadie se movía, empezó a usar la estrategia de los codazos y los empujones y así consiguió buenos resultados. A mí lo que me sigue sorprendiendo de los colectivos en Buenos Aires es que paren en cualquier lado menos en la parada como corresponde. Semáforo en rojo suficiente para clavar los frenos y estampillarte contra el caño más próximo. Apretás el timbre y te bajás. Las colas interminables para depositar moneditas en la maquinola son insufribles. Y más aun el tonito socarrón del chofer solicitando: - Un pasito más, un pasito más así entramos toooooodos...
III
Constitución es un territorio temible, pero de una fauna exquisita. Por alguna extraña razón, cuando arribo a la estación, la radio extravía el dial que elegí y un pastor comienza a propagar sus verdades universales a los gritos. De noche, este lugar me hace acordar a El Rodeo, aquella escenografía que creó Almodovar en la película Todo sobre mi madre. Putas por docquier. Un submundo donde las leyes que priman son las de la violencia sistematizada. Situaciones que todos los que vamos del otro lado de la ventanilla observamos con cierta resignación y desdén. Es obvio que desde abajo del 12, echar mano a mi ojito observador con fines estrictamente sociológicos para con el objeto de estudio en cuestión sería una acción impedida por el pavor.
Voy sentada del lado de la ventanilla. La puerta ya se cerró y la gente que quería ingresar ya lo hizo, cuando un mocoso de unos trece años mete el brazo, logrando que el colectivero vuelva a abrirla. El movimiento es ligero y preciso y se dirige al bolso de mi compañera de asiento. Ella reacciona rapidamente, el colectivero también. El chico saca el brazo vacío. Moraleja: Nunca te sientes en el extremo derecho, del lado de la vereda. Sino es por la ventanilla, por la puerta, alguien tiene en sus planes quedarse con tus pertenencias.
IV
Es viernes. Después de patear avenidas enteras haciendo trámites incordiosos, tomo el colectivo casi a la hora del mediodía. Es extraño viajar a esta hora. No voy sola, llevo un paquete de galletitas sobre la falda, mi desayuno viene conmigo. Intento abrir el paquete con suavidad, discretamente, pero me es imposible. Entonces le doy con ganas a los extremos plegados de la bolsita y pum!. Bizcochos saltan desaforados por fuera de la bolsa y se disipan por todo el colectivo, huyen como hormigas, rodando, con prisa y desdén. Me avergüenzo. Trato de acaparar algunas con las manos. Miro hacia atrás, encuentro la mirada de un hombre que me devuelve un gesto de compasión. Qué suerte que hay poca gente, pienso. Y sin más, me dedico a la angustiosa tarea de poner rodillas al piso y culo para arriba, a recoger bizcochitos. Alcanzo a divisar mi hambre y aprovecho para guardarmelo en el bolsillo.

5/8/08

1/8/08

Cinco cuadras por un sueño


Vivir en la espacio terrestre donde pulula la gente famosa, es divertido. Salirse de los dilemas cotidianos ajenos y de las tragedias propias por la puerta de la frivolidad puede convertirse en una buena terapia. El otro día me crucé a Luis Majul en el Barrio Chino y me dieron ganas de preguntarle si era feliz, a Laura Oliva casi me la llevo puesta a la salida del Paseo de la Plaza, y Raúl Portal, personaje detestable si los hay, por sus ideas fascistas, hace un tiempo me dijo hola. Sin embargo, ninguno de esos episodios modificaron de manera sustancial mi rutina como éste. Es de público conocimiento mi rara "admiración" por cierto personaje del periodismo llamado Martín Caparrós. No solo que me leí toditos sus libros, y sostengo que es uno de los mejores cronistas de nuestro tiempo argentino sino que a mí ese tipo me gusta y mucho. Hace unos días me pasó algo que lo grafica fehacientemente. Iba muy tranquilamente caminando por la calle Corrientes cuando una calvicie perfecta y redonda se interpuso entre el semáforo y mis ojos. Yo dije: -No puede ser. ¡Es el!!. Tenía que doblar en la próxima esquina, pero no me importó. Emprendí mi viaje detrás del viaje de Caparrós. En la vereda varios peatones se cruzaron tratando de impedir que lograra mi objetivo de alcanzarlo, pero yo seguía a paso firme y ligero al periodista. Lo seguí cinco cuadras. Juro que el corazón se me quería salir del pecho de un salto. Mi cabeza solo practicaba los vocablos que iba a emitir cuando por fin lo alcanzara. ¿Qué iba a hacer?. Ante todo pararme frente a él impidiéndole el paso, ¿y después?. ¿Existe algo más ridículo que la práctica del autógrafo?. Ya practicamente estaba corriendo a la par del tal Martín cuando sucedió la tragedia. El desvanecimiento de una ilusión que me había demorado de mi destino unas cinco cuadras, unos cuatro minutos de mi vida. La pelada giró media vuelta a la izquierda para mirar la numeración de una calle. En su campo visual entré yo, y en el mío entro él, y ahí fue cuando sucedió. Yo ya estaba preparada para asistir a uno de los eventos fortuitos más disparatados y geniales de mi vida, era la excepción que tiraba por la borda la regla, esa cosa del fanatismo absurdo que nunca comprendí por la gente que circula por los medios (en este caso, la palabra "farándula" no condice), los autógrafos y toda la paparruchada, se puso sin más en una lista de espera. Fue fácil darme cuenta. No había bigotes en el rostro de este sujeto, puesto que no era precisamente Martín Caparrós sino un simple ciudadano más de esta tumultuosa ciudad cosmopolita.