De mi mayorsísima consideración:
Saludo a Ud atentísimamente.
Sobre la peatonal de Diagonal Norte hay un extrator de aire. El mismo se traduce en una regilla que recorta al piso en forma de rectángulo. Por allí el aire emana con la fuerza de un volcán. Es de mañana, yo y mi falda marrón, caminamos por ahí. Ignoro la fatalidad que va a producirse cuando el aire despega la pollera de mis nalgas con tal violencia que me la levanta por completo. Me agarra desprevenida, trato de volverla a su lugar con las dos manos, en un reflejo brusco y desesperado. No obstante, ya es tarde, atrás mío vienen dos hombres de traje que ya vieron mi bombacha de corazones verdes. Se ríen, a mí la cara se me desfigura de la vergüenza, pero la situación también me provoca la risa. -Mujer bonita!, dicen. Pienso que se equivocaron de película, pero que más da...
Una banda española pone toda su carne al asador. Sabe bien. Sabrosa. Picante. Muchas cuerdas. Una pantalla grande. El cantante poco pelo desaliñeado entona estrofas con sentido y fuma. Cuando habla, cae en banalidades.
En el ingreso del centro cultural hay un cartel que dice Prohibido no tocar. Hubiese sido más preciso y acertado si aclaraba: Aca no hay hombres feos. Insisto, inquieta tanta pose en esta metrópolis. El histeriqueo es mutuo. Ellos y ellas se observan con la insistencia de quien sabe que nunca se animará a traspasar la barrera pero encuentra en eso un goce. Esta especie definitivamente no es la que viaja conmigo en el 12 todas las mañanas a Barracas.
El cielo se torna dolorosamente oscuro. "Ciudad Emergente" es una contundente oportunidad para dejarse llevar a cursos, fiestas y todo cuanto sea apto para ser difundido en una gacetilla.
Miércoles. 21.50 hs. Cine Lorca.
Sobran los dedos de los dos pies para enumerar la cantidad de espectadores que se dieron cita para ver Sex and the City en una de las salas más primitivas de Buenos Aires. Una película excesivamente rosa. Fórmulas fáciles, reconocibles, lánguidas, las de Hollywood. No hace falta pensar mucho. Personajes y situaciones vienen procesaditos. Un menú sin grandes sorpresas, listo para ser digerido sin atracones, y sin por ello dejar de ser apetecible. Admiremos la perfecta belleza de los diseños que nunca vamos a tener. New York. Los Angeles. Ciudades glamorosas, brillosas, impunes.
Pasada la mitad de la película, una mariposa se posa tranquilamente sobre la pantalla del cine. Despliega sus alas, se expande. Yo digo en voz alta, ¿qué es eso? ¡una mariposa!. Los tres gatos locos que se ubican en las butacas de atras se ríen modestamente. P, en cambio, se ríe con una furia histriónica, se ríe sin su mente.
Su carcajada me inhibe. La cinta queda intacta en un aleteo de la mariposa. ¿Se quemó la cinta?. ¿Nos van a devolver el importe de las entradas?. ¿Qué pasa?. Esperamos unos minutos sin saber que hacer hasta que la película vuelve al punto en el que había quedado.
Lunes. 9 hs. La ciudad de las bajas pasiones.
La llegada a Buenos Aires por la autopista es caótica. El colectivo lleva dos horas de demora. Una vez más, tengo los minutos contados. Una vez más, estoy enojada con mi naturaleza. A mi compañero de asiento, eso le hace gracia. Agradezco que se haya sentado a mi lado. Como consecuencia de su amabilidad deberá cargar con mi exceso de equipaje hasta la parada de taxis y allí despacharme hasta mi casa. A veces ser hombre y no ser un cerdo debe ser difícil.
Es mi primer día en mi nuevo trabajo. La mayoría de las personas que conforman el área donde voy a desempeñarme pertenecen al sexo masculino. Esa ha sido una constante en algunos de los empleos que tuve. Me gusta porque me permite ser una buena persona.
Mi jefe tiene el nombre, el auto y la apariencia de un galán de telenovela. Apenas lo veo llegar mi boca tartamudea negándome algún resquicio de palabra y mi cara se muestra tan desencajada como un rizo sobre el rostro de una china. Tiene más de treinta y menos de cuarenta. Antes de saberlo, yo ya sé que este hombre está casado (o amonotonado) y tiene hijos. Lo constataré cuando a pocos minutos de comenzada la jornada, desde su auto y lejos de la empresa, me llame para que abra un mail desde su Laptop. Allí me toparé con la imagen de los cuatro miembros de una familia de estilo publicidad de Pampers. Todos sonrientes, bellos y rechonchos. Se avecinan tiempos difíciles para mi cabecita loca, me grito para mis interiores. Siempre me fue arduo responder ante un superior, no me aventuro a pensar lo tremendo que será responder ante éste, superior en todos sus lados visibles.
Almorzamos en un restaurante paquete. Invita la empresa. Al parecer es una costumbre que se renueva cada vez que alguien nuevo ingresa. Mis ocho compañeros, en su mayoría sentimentalmente comprometidos cargan con una urgencia inhóspita e insoportable por saber de mi. Pero el que insiste en no guardarse ni una pregunta es mi jefe. No tiene pudores, ni se percata de lo inadecuado del momento. El interrogatorio abarca absolutamente todos los lugares comunes del terreno personal. Le interesa bastante poco saber si me recibí de algo, de qué trabajé, cuales son mis metas o si tengo aptitudes. Claro está, pensará que alguna debo tener para haberme ganado ese puesto. Mientras saboreo la mejor merluza de Barracas junto a todos ellos, cerdos depravados, creo que quizás no lo piense, entonces solo deseo que el secreto se tarde en serle revelado.
No estoy acostumbrada a que confíen en mi. Pero tengo la impetuosa necesidad de que lo hagan. Si tuviera que resumir los ultimos días de mis ultimas semanas en Buenos Aires, diría una y trescientas veces esa frase.
Mi obediencia algunas veces es extrema. Cuando trabajo suelo ser exigente conmigo misma. La medida justa, lo que corresponde. No más, no menos. Si tengo que disculparme por mi irresponsabilidad, lo haré sin dudarlo. Si alguien deja de respetarme, se ganará mi desprecio.
Me es dificultoso comprender que todavía existan jefes con sentido común, y que además me den una cuota de confianza previamente a conocerme. Me cuesta asimilar que se practiquen en la realidad valores como la "no explotación" y el "beneficio en común". No me sorprende darme cuenta que las personas en Buenos Aires tengan defectos tan detestables como el de mi jefe. La obsesión por la perfección. Es una manera de escupir la mierda que genera un ambiente viciado de sensaciones densas y oscuras. Todos tenemos una distinta.
Pero estoy en una ciudad cospomopolita, donde millones de pies circulan de la manera más veloz y remiten a voluntades desgastadas, disconformes, bastardeadas, quebradas. Hay mínimas risas y cantos por las calles de Buenos Aires. Tan solo un tercio de energía positiva. Estoy en la ciudad de las bajas pasiones.