Un desayuno me espera en Cofico. Un abrazo sincero. El mate, las palabras mezcladas. Los bostezos. Que se me hace tarde. Que ya es tarde. Que el sol espera. Que es hora de deshacer las cuerdas que me atan a mis objetos.Las callecitas de Córdoba tienen ese no sé que. No hay Arenales pero si Chacabuco. Todo es el fin de la alegría. Hasta los gastos innecesarios de energía. Las vidas nuevas entre un cuarto de criollos y una cinta de embalar que se enreda. El cartón corrugado que no alcanza. L haciendote las cosas más fáciles siempre. Los taxistas mal educados. La urgencia por dedicarme a lo importante. El mediodía golpeando mi remera multicolor. Las mandarinas. Las avenidas de Barrio General Paz. Un recuerdo que amenaza con destrozarme el corazón. Las cosas que amé. Los caminos que deshice con mis mochilas. Las marquesinas que había olvidado. La noche improvisada que termina en las cuerdas de su guitarra mala. J en su burbuja musical eufórica. Los bellos de mis brazos alzándose en medio de una canción. Eloina y su público escandalosamente rosa. Y el negro de su remera brillando. V y yo, hilvanándonos las risas. El cumpleaños feliz de L. Una ciudad que se lamenta del cielo. Un cansancio que no espera. Y yo con la incomodidad al tono de mi vestido.
Los grises del cielo se amontonan a borbotones por debajo de mi cien. Fuimos tres mujeres rotando por los rincones de una casa. He declarado ser feliz entre esas paredes de cemento. He dicho: el mundo es un lugar menos malo desde este domingo. Cada vez que me duela el cuerpo voy a pensar en ellas y en sus peleas disparatadas. Tres mujeres entre el rouge y el cigarrillo. Entre un par de botas y una remera roja que destiñe. Tres mujeres y mis lágrimas haciendo de mi rimmel un garabato sobre mis mejillas.
Córdoba y sus noches todas iguales todas. Córdoba y Ceci. Córdoba y mis llantos en los brazos de Ceci. Córdoba y mi golpe contra la baldosa. Las empanadas árabes. Córdoba desvistiéndose con la risa oportuna de Ceci. Los hombres lindos. La comunicación excesiva. Córdoba y mis amigos bailando estruendosamente. Córdoba y los fantasmas de los cordobeses cuando imaginan Buenos Aires. Córdoba girtandome que estoy más flaca, que hablo como porteña, que me visto raro, que si vi famosos, que si es todo un quilombo como dicen en la tele. Y yo diciendo que es peor.
Me acosté de noche todavía y no me pude dormir hasta que salió el sol. Me costó tanto conseguir un taxi como cuesta conseguir monedas en Buenos Aires. ¿Adonde voy?. ¿Cuál es mi casa? ¿Quién me espera?. Córdoba y mi pasado entumeciéndome los huesos. Córdoba y su humedad, haciendo surcos en mi alma. Córdoba lejos de tu cama.
Un día perfecto para morir. Me gustan los días desteñidos para morir súbitamente de un ataque de tristeza. Tarde de fotógrafo indigente robándole imágenes a adolescentes con flequillos y yo sosteniéndole la pantalla. No hay qué decirse cuando las palabras incluyen la opción bomba de tiempo.
Tarde de lemon pie. Mujeres revelando los artilugios del amor, del engaño y la locura. Mujeres haciendo de cuenta que no juzgan. Mujeres mintiendo con descaro pero seguras de que anuncian a la verdad. Mujeres tan lejos como cerca del delito de hacer daño. Mis adoradas mujeres. Inmensas mujeres.
Despedidas lacrimógenas que no se dejan en mi rostro. Dolores palpitantes. El tiempo que se evapora. Los argumentos a favor de una partida que no surgen. La ciudad resplandece en la noche. Cordoba abriendo llagas. Córdoba y los cuatroscientos recuerdos. Córdoba y su cineclub. Córdoba y su puente. Córdoba y la desilusión. Córdoba y la escasez de cerveza. Córdoba y sus bares genéricos. Córdoba y la posibilidad posible de vos y otra mujer. Córdoba deshaciéndome, sin parar. Córdoba y sus paseos. Córdoba y sus chistes malos. Córdoba y su chatura inconmensurable. Y otra vez, mi vida dando una vuelta.
Despedidas lacrimógenas que no se dejan en mi rostro. Dolores palpitantes. El tiempo que se evapora. Los argumentos a favor de una partida que no surgen. La ciudad resplandece en la noche. Cordoba abriendo llagas. Córdoba y los cuatroscientos recuerdos. Córdoba y su cineclub. Córdoba y su puente. Córdoba y la desilusión. Córdoba y la escasez de cerveza. Córdoba y sus bares genéricos. Córdoba y la posibilidad posible de vos y otra mujer. Córdoba deshaciéndome, sin parar. Córdoba y sus paseos. Córdoba y sus chistes malos. Córdoba y su chatura inconmensurable. Y otra vez, mi vida dando una vuelta.
10 comentarios:
Euge, describiste tan bien Cordoba, tan melancolicamente bella, que si no fuera cordobesa, evaluaria cereteramente la posibilidad de vivir en ella....
Cada vez escribis mejor nena!!!
Besos!!!!
" Córdoba y la posibilidad posible de vos y otra mujer. Córdoba deshaciéndome, sin parar. ... mi vida dando una vuelta..." guauu, Códoba es para melancolicos es verdad y mas en dias nublados como estos... muy lindo nenaaa... me encanto me encantoo!!!un beso enormee , la prxima vez qu evengas avisa asi nos tomamos unos mates...
Me gusta MUCHO como escribís che. Muy, muy lindo.
Me voy a dar una vueltita por acá más seguido. Seguro.
Te felicito porque me gustó. Un saludo.
Sole
Me conmovió tu ce be a
muy bonito.
estaré de vuelta
beta
pendejaaaaaaa!!! saludos desde el viejo continente (en europa también tenés lectores). Te cuento que ando de un lugar pa otro, pero con este escrito me hiciste retornar a mi Córdoba, pero recordé más a una Córdoba de invierno, besos
Córdoba te espera, siempre.
A.
Sol de noche
Martín Caparrós
Discuten de la luz, el sol, el tiempo: son días de metafísica –o de algo que se le parece por error. En todo caso el gran debate de la hora parece ser el del cambio de la hora y, como siempre, abundan improperios y nadie parece recordar la historia. Ayer releía un artículo que publiqué, al respecto, hace justo quince años, octubre de 1993, en un diario que supo ser independiente, y se llamaba La Desolación –el artículo, claro. Fue cuando el gobierno peronista de entonces decidió que no era cosa de seguir cambiando todo el tiempo y mandó parar: “Lo del sol me impresionó mucho. Me había desconcertado al principio, cuando me enteré de que este año no iban a modificar la hora, y después, hace unos días, leí una columna de Julio Nudler que daba una explicación: antes los gobiernos alargaban los días porque la energía era del Estado, que solía subvencionarla y quería gastar menos. Ahora que es privada, a los dueños les conviene que gastemos lo más posible y por eso nos dejan un día cortito: para que haya que prender la luz. Consumir”. O sea, para empezar: aquí siempre se cambió la hora hasta que el menemismo decidió dejar de hacerlo para que las eléctricas privatizadas –y, probablemente, algunos funcionarios– se hicieran unos mangos más.
Me dio, recuerdo, un patatús: tuve, durante años, la sensación de que me habían robado algo que me importaba. Me gustan mucho esas tardes que remolonean, que tardan en perderse. Salir del trabajo con luz, caminar, tomarse un vino fresco, leer, cocinar con los últimos rayos: en esos atardeceres de verano la vida parece un poco menos corta –y, quizá, menos cruel, o por lo menos menos boba. Pero en aquellos días un delincuente en el gobierno nos había robado incluso eso. A nadie le importó demasiado: parece que, al lado de unos millones de dólares y un par de samsonites, el sol no era gran cosa. Y sin embargo.
–Corrasé, por favor.
La frase fue famosa incluso antes de que existieran los colectiveros. Dicen que el Magno Alejandro, que todavía no trabajaba para Hollywood, se cruzó en una calle de Atenas a Diógenes, intelectual colérico. Diógenes vivía en un barril porque era un cínico; cuando se le acercó el Magno y le ofreció, dadivoso, maestro pídame lo que quiera –porque en aquellos días todavía había gobernantes que creían en algún tipo de saber–, Diógenes le pidió que se corriera porque le tapaba el sol. Era un cínico: no porque supiera sonreír para las cámaras antes de soltar alguna frase aguda ni decir lo contrario de lo que había sostenido la semana anterior. No; en esos días todavía recordaban que la palabra cínico venía de perro: los cínicos eran los intelectuales que ladraban como canes alertas, que no la dejaban pasar, que molestaban a las almas bellas.
–Le digo que se corra, Magno, que quiero ver el sol.
Así que lo del sol es una historia larga, y aquella vez aquellos peronistas vinieron y nos lo redujeron sin más luces. Era meterse con nuestras vidas un poco demasiado. Cuando alguien no llega a fin de mes, el sistema que hace que no llegue le enseñó a pensar que es culpa suya, que no ha sabido hacerse valer, que no se impuso, que fracasó. Es una de las mejores astucias de los dueños. Pero nadie duda sobre quién maneja las horas del día.
–Papi, papi, ¿por qué oscurece tan temprano?
–No sé, hijo, algo habrás hecho.
El tiempo siempre fue uno de los puntos resonantes de cualquier pelea social. Durante décadas, obreros del mundo se deslomaron por tener sólo ocho horas de trabajo, y les costó muchos muertos y muchas huelgas. Una huelga, sin ir más lejos, consiste en no entregar el tiempo que uno suele entregar. El tema es siempre el mismo: cuánto tiempo para uno y cuánto para los patrones. Pensado con sólo un poquito de distancia, es increíble que todo esté organizado sobre esta transa en la que hay que entregar un tercio o la mitad de la vida para comer todos los días. Es de terror, y que parezca normal lo hace más terrorífico. El tiempo para uno es el único recurso verdaderamente no renovable que tenemos –ése que a los ecololós nunca se les ocurre defender.
Y, dentro de ese tiempo, la luz y el sol forman parte del derecho adquirido, pero aquella vez nos lo sacaron para favorecer a unas empresas recién privatizadas y nadie protestó, o casi nadie; ahora en cambio, cuando vamos a volver a cambiar las horas, se alzan voces.
–No, mi querido Celedonio, estos mequetrefes no se detienen ante nada. Primero nos pignoran los frutos del sudor y del surco y ahora quieren manejar a su placer las horas.
–Así es, don Indalecio. Son unos badulaques descocados, ah los atrevidos. Se creen que van a posar sus sucias manos en las ínclitas manecillas de mi rolex.
Hay momentos en que somos un poco insoportables: nuestra tan mentada rebeldía. Yo detesto las pseudopsicologías nacionales, pero a veces se me hace que los argentinos inventamos –si es que inventamos algo– la vida gataflora. Que cuando nos la ponen, que cuando nos la sacan: lo importante es llorar cada vez que se pueda. Eso es lo que nos hace únicos: tan queribles, tan detestables. Me dirán que todo depende de una apreciación personal: que cuando estoy de acuerdo con el motivo de la protesta me parece lo mejor que tenemos, que cuando no estoy de acuerdo pienso que es lo peor –y les diré que sí, que aproximadamente. En cualquier caso, para bien y mal, siempre refunfuñamos. No hay pueblo en este continente que actúe así: tienen siglos de aprender a tragar, y en general tragan tragan tragan hasta que un día se les traba la gola y se despiertan y todo vuela por los aires. Nosotros, en cambio, estamos en la pequeña queja permanente: escupimos escupimos escupimos, y nunca hacemos nada en serio –o casi nunca.
Éste es un caso, me parece, claro: las charlas están llenas de protestas porque mañana va a cambiar la hora, personas y periodistas putean al gobierno como si el cambio de hora fuera otro capricho. Quizá, por una vez, habría que empezar por informarse: el “daylight saving time” –u “hora de ahorro con luz natural”– es un invento inglés de principios del siglo XX y se viene usando desde entonces. En estos días lo practican –y les sale bien– todos los países europeos, Estados Unidos, Canadá, México, Brasil y otros 150; no así Bangla Desh, Kazajstán, Nicaragua, China, Irak, Djibouti, Botswana, Malawi y el resto de África.
Los que lo defienden –en el mundo– con argumentos serios dicen que la baja en el consumo eléctrico no es grande –entre el uno y el cuatro por ciento– pero existe y que, además, reduce el número de accidentes de tránsito y los crímenes violentos, aumenta las ventas de los comerciantes y las actividades de los turistas. Es cierto que a cambio amanece más tarde: si hay que elegir –y casi siempre hay que elegir– mucha más gente está activa –y consume electricidad– de 8 a 9 de la noche que 6 a 7 de la mañana. Los que lo atacan –aquí– lo atacan y, cuando se acuerdan, dicen que les complica el sueño y que les resulta raro cenar con luz de día y que los clientes tardan más en entrar al restaurante y que este gobierno qué se cree. Yo lo celebro porque repara un gran curro menemista, pero sobre todo porque –queda dicho– pocas cosas me gustan más que esos largos atardeceres de verano en que uno puede llegar a creerse, por unos minutos, inmortal. Y a veces creo que la vida, al fin y al cabo, es sólo un largo, inútil, sostenido esfuerzo por olvidarse del final.
Sol de noche
Martín Caparrós
Discuten de la luz, el sol, el tiempo: son días de metafísica –o de algo que se le parece por error. En todo caso el gran debate de la hora parece ser el del cambio de la hora y, como siempre, abundan improperios y nadie parece recordar la historia. Ayer releía un artículo que publiqué, al respecto, hace justo quince años, octubre de 1993, en un diario que supo ser independiente, y se llamaba La Desolación –el artículo, claro. Fue cuando el gobierno peronista de entonces decidió que no era cosa de seguir cambiando todo el tiempo y mandó parar: “Lo del sol me impresionó mucho. Me había desconcertado al principio, cuando me enteré de que este año no iban a modificar la hora, y después, hace unos días, leí una columna de Julio Nudler que daba una explicación: antes los gobiernos alargaban los días porque la energía era del Estado, que solía subvencionarla y quería gastar menos. Ahora que es privada, a los dueños les conviene que gastemos lo más posible y por eso nos dejan un día cortito: para que haya que prender la luz. Consumir”. O sea, para empezar: aquí siempre se cambió la hora hasta que el menemismo decidió dejar de hacerlo para que las eléctricas privatizadas –y, probablemente, algunos funcionarios– se hicieran unos mangos más.
Me dio, recuerdo, un patatús: tuve, durante años, la sensación de que me habían robado algo que me importaba. Me gustan mucho esas tardes que remolonean, que tardan en perderse. Salir del trabajo con luz, caminar, tomarse un vino fresco, leer, cocinar con los últimos rayos: en esos atardeceres de verano la vida parece un poco menos corta –y, quizá, menos cruel, o por lo menos menos boba. Pero en aquellos días un delincuente en el gobierno nos había robado incluso eso. A nadie le importó demasiado: parece que, al lado de unos millones de dólares y un par de samsonites, el sol no era gran cosa. Y sin embargo.
–Corrasé, por favor.
La frase fue famosa incluso antes de que existieran los colectiveros. Dicen que el Magno Alejandro, que todavía no trabajaba para Hollywood, se cruzó en una calle de Atenas a Diógenes, intelectual colérico. Diógenes vivía en un barril porque era un cínico; cuando se le acercó el Magno y le ofreció, dadivoso, maestro pídame lo que quiera –porque en aquellos días todavía había gobernantes que creían en algún tipo de saber–, Diógenes le pidió que se corriera porque le tapaba el sol. Era un cínico: no porque supiera sonreír para las cámaras antes de soltar alguna frase aguda ni decir lo contrario de lo que había sostenido la semana anterior. No; en esos días todavía recordaban que la palabra cínico venía de perro: los cínicos eran los intelectuales que ladraban como canes alertas, que no la dejaban pasar, que molestaban a las almas bellas.
–Le digo que se corra, Magno, que quiero ver el sol.
Así que lo del sol es una historia larga, y aquella vez aquellos peronistas vinieron y nos lo redujeron sin más luces. Era meterse con nuestras vidas un poco demasiado. Cuando alguien no llega a fin de mes, el sistema que hace que no llegue le enseñó a pensar que es culpa suya, que no ha sabido hacerse valer, que no se impuso, que fracasó. Es una de las mejores astucias de los dueños. Pero nadie duda sobre quién maneja las horas del día.
–Papi, papi, ¿por qué oscurece tan temprano?
–No sé, hijo, algo habrás hecho.
El tiempo siempre fue uno de los puntos resonantes de cualquier pelea social. Durante décadas, obreros del mundo se deslomaron por tener sólo ocho horas de trabajo, y les costó muchos muertos y muchas huelgas. Una huelga, sin ir más lejos, consiste en no entregar el tiempo que uno suele entregar. El tema es siempre el mismo: cuánto tiempo para uno y cuánto para los patrones. Pensado con sólo un poquito de distancia, es increíble que todo esté organizado sobre esta transa en la que hay que entregar un tercio o la mitad de la vida para comer todos los días. Es de terror, y que parezca normal lo hace más terrorífico. El tiempo para uno es el único recurso verdaderamente no renovable que tenemos –ése que a los ecololós nunca se les ocurre defender.
Y, dentro de ese tiempo, la luz y el sol forman parte del derecho adquirido, pero aquella vez nos lo sacaron para favorecer a unas empresas recién privatizadas y nadie protestó, o casi nadie; ahora en cambio, cuando vamos a volver a cambiar las horas, se alzan voces.
–No, mi querido Celedonio, estos mequetrefes no se detienen ante nada. Primero nos pignoran los frutos del sudor y del surco y ahora quieren manejar a su placer las horas.
–Así es, don Indalecio. Son unos badulaques descocados, ah los atrevidos. Se creen que van a posar sus sucias manos en las ínclitas manecillas de mi rolex.
Hay momentos en que somos un poco insoportables: nuestra tan mentada rebeldía. Yo detesto las pseudopsicologías nacionales, pero a veces se me hace que los argentinos inventamos –si es que inventamos algo– la vida gataflora. Que cuando nos la ponen, que cuando nos la sacan: lo importante es llorar cada vez que se pueda. Eso es lo que nos hace únicos: tan queribles, tan detestables. Me dirán que todo depende de una apreciación personal: que cuando estoy de acuerdo con el motivo de la protesta me parece lo mejor que tenemos, que cuando no estoy de acuerdo pienso que es lo peor –y les diré que sí, que aproximadamente. En cualquier caso, para bien y mal, siempre refunfuñamos. No hay pueblo en este continente que actúe así: tienen siglos de aprender a tragar, y en general tragan tragan tragan hasta que un día se les traba la gola y se despiertan y todo vuela por los aires. Nosotros, en cambio, estamos en la pequeña queja permanente: escupimos escupimos escupimos, y nunca hacemos nada en serio –o casi nunca.
Éste es un caso, me parece, claro: las charlas están llenas de protestas porque mañana va a cambiar la hora, personas y periodistas putean al gobierno como si el cambio de hora fuera otro capricho. Quizá, por una vez, habría que empezar por informarse: el “daylight saving time” –u “hora de ahorro con luz natural”– es un invento inglés de principios del siglo XX y se viene usando desde entonces. En estos días lo practican –y les sale bien– todos los países europeos, Estados Unidos, Canadá, México, Brasil y otros 150; no así Bangla Desh, Kazajstán, Nicaragua, China, Irak, Djibouti, Botswana, Malawi y el resto de África.
Los que lo defienden –en el mundo– con argumentos serios dicen que la baja en el consumo eléctrico no es grande –entre el uno y el cuatro por ciento– pero existe y que, además, reduce el número de accidentes de tránsito y los crímenes violentos, aumenta las ventas de los comerciantes y las actividades de los turistas. Es cierto que a cambio amanece más tarde: si hay que elegir –y casi siempre hay que elegir– mucha más gente está activa –y consume electricidad– de 8 a 9 de la noche que 6 a 7 de la mañana. Los que lo atacan –aquí– lo atacan y, cuando se acuerdan, dicen que les complica el sueño y que les resulta raro cenar con luz de día y que los clientes tardan más en entrar al restaurante y que este gobierno qué se cree. Yo lo celebro porque repara un gran curro menemista, pero sobre todo porque –queda dicho– pocas cosas me gustan más que esos largos atardeceres de verano en que uno puede llegar a creerse, por unos minutos, inmortal. Y a veces creo que la vida, al fin y al cabo, es sólo un largo, inútil, sostenido esfuerzo por olvidarse del final.
Nunca tuve fuertes sentimientos de desarraigo, nunca me fui a ningun lado, esos son sentimientos que nunca entendi porque como dije antes, nunca los tuve... usted sabe exponerlos de tal manera, que la gente como yo puede darse una idea de ellos.
Disiento con usted, los chistes mas graciosos son los que empiezan con "habia un nero chupadaso en la tribuna de Talleres".
Saludos
LAU: No es uno de mis mejores textos a mi parecer. Esta tan cargado de subjetividad que eso lo aleja de la posibilidad de ser evaluado a la vez que lo acerca a mi yo interior, pero gracias por pensar distinto a mi!
Gaby: Córdoba es fabulosa pero me duele demasiado, como todas las cosas que uno se resiste a dejar ir. La proxima vez será...
Dadá: que nombre tan místico tiene usted. Thanks for the flowers y pase cuando se le antoje, pues...
Betania: que bueno eso de poder conmover a otros a partir de la propia conmoción! bienvenida!
Diego: guau, soy internacional!gracias de verdad, me puso re pila que me leas aventurero de los mares!!.
volver está bueno de vez en vez... aunque si fuera vos, no volvería seguramente.
beso gran!
A: Adentro del sustantivo Córdoba estás vos asique gracias por esperar...
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