Aquella mañana no había sol, nunca hay sol en el Orko Sumaj (Cerro Rico). Y sentí una tremenda impotencia. La cruda realidad de esos hombres se quitó el velo ante mí y me dio a conocer una verdad que duele como un puñal clavado en el estómago. Un frío prepotente resquebrajaba mis huesos y mi olfato estaba asqueado ante los olores repugnantes del estaño y la plata. Los dos metales que 4.500 bolivianos extraen en las minas de Potosí, una ciudad que posee el privilegio y, a la vez, la desgracia de “nadar” en plata. El ‘progreso’ que supone la mina para estos hombres se convierte en una paradoja.
La “civilización” pierde sentido en un contexto en el que la naturaleza recupera toda la grandeza y nos hacer recordar lo pequeños que somos. Empero, Orko Sumaj es la fuente de trabajo por excelencia en Potosí.
Camino al Pueblo Minero, en el transporte, me detuve a observar las pieles curtidas, los dientes debilitados, los cabellos escasos, las caras avejentadas y los cuerpos resignados. Todos parecían de la misma edad.
El trabajo del minero relativiza el valor de la fuerza laboral; no puede compararse con otro empleo. Sencillamente es el peor. Es infrahumano porque, tarde o temprano, mata sin previo aviso. La “vida útil” es de, aproximadamente, 35 años.
Con el overol y el casco, me entregué al desafío de recorrer la mina San Miguel de la Cooperativa 1 de Abril. En medio del trayecto, tuve el temor de caer a los socavones y encontrarme cara a cara con la muerte. El casco portaba una pequeña linterna, alimentada por una mezcla de sulfato de calcio y agua, que a duras penas iluminaba el camino.
Marco, mi guía, fue minero y conoce el Cerro Rico como la palma de la mano. El me indicó durante el trayecto las diferentes tareas de los obreros y los instrumentos de trabajo. Incluso me condujo hacia un museo en la base de la montaña donde se erige uno de los innumerables altares al “dios que habita en las profundidades de la mina”, El Tío, como lo denominan, está encarnado por el diablo. El los protege de los accidentes a cambio de ofrendas tales como alcohol de 90 grados, cigarrillos y hojas de coca, que se consiguen en el mercado del barrio El Calvario, junto con cartuchos de dinamita.
Esa leyenda de la fotografía es, a mi entender, una pequeña reivindicación a los mineros por las agallas y, fundamentalmente, por su dignidad. Cuando mi cámara disparó, me tembló el pulso y sentí una tremenda culpa por lo generosa que la vida ha sido conmigo. Pude agradecer muchas cosas, pero agradecí el sol. ¡Qué pena que no lo tengan!, pensé.
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