Purmamarca, un pueblito jujeño donde la cultura indígena se muestra con autenticidad, se resiste a convertirse en un centro turístico masivo como tantos otros de nuestro país.
Tomo prestada una frase del escritor Martín Caparrós que describe fielmente la esencia de Purmamarca, un pueblito ubicado a 68 km de San Salvador Jujuy: “Purmamarca...la belleza es tan otra, belleza de la desolación...”. Se trata de un sitio atractivo donde la generosidad de la naturaleza es una evidencia contundente, pero también donde el futuro intenta imponerse con saña ante un pasado inmensamente rico. Porque, mal que nos pese a todos, en Purmamarca el sistema capitalista ya se ha instalado con su temible economía de mercado y de su mano vino la trampa del turismo.Ya nada es lo que era y este sitio ya no es solo la increíble belleza de su paisaje sino además y principalmente la mano del hombre que quiere convertir al paraíso en la manifestación más ferviente del consumo. Esto es visible en los muchos puestitos que rodean la plaza central donde la lista de productos regionales y no tan regionales que están a la venta es interminable: tapices, cucharitas de alpaca, ocarinas, pezuñas de llama, sombreros, carteras, cintos, termos, mates, bufandas, cacharritos de barro, alhajeros, anillos, puloveres, y la lista sigue. Sentarse a saborear una humita en la mayoría de los restaturantes o sitios de comidas bonitos, constituye un privilegio para pocos. Pero esto no sería un problema si los beneficiarios de estos cambios fueran los pueblerinos, sin embargo esto no sucede, si se tiene en cuenta que la moda está haciendo estragos en el valor de las propiedades. Sucede que hasta las casas ubicadas en lugares vistosos han adquirido un valor altísimo, desde que convertir al pueblo en un centro turistico es la consigna. Los purmamarqueños con escasos medios han tenido que juntarse (porque si se unen son más y es más probable que sean escuchados) para exigir que no les quiten las casas que son suyas desde siempre. Lo son desde cuando no existían papeles que lo acreditaran simplemente porque no era necesario y esta situación ha determinado que, en el peor de los casos, muchos oriundos hayan tenido que emigrar. Pero es en el segundo mes del año, durante el verano, cuando Purmamarca se afianza en sus tradiciones. El pueblo rebosa de artesanos que deambulan por las calles con sus gamuzas llenas de aritos y collares. Vienen desde Buenos Aires y también desde Francia. Los turistas son, en su mayoría jovénes y porteños, y la plaza los aglutina. Allí es donde el sol de febrero pega y castiga. Entonces Purmamarca es lo que quiere ser y el inminente progreso nos da un respiro. Los verdes y rojos del cerro de los siete colores sirven de escenario a la celebración del carnaval. Una fiesta que se da cita a lo largo del mes en todos los pueblitos jujeños. La tradición dice que existe un día en el cual las mujeres (comadres) se alejan de su vida hogareña para ser agasajadas. Ellas mismas preparan con anticipación las bebidas que luego beberán. Las copleras recorren el camino hacia el cerro cantando junto a un grupo de hombres que le ponen música a sus melodías. Ya arriba, se realizan ofrendas a la Pachamama, se reparten vasos con vino exclusivamente a las mujeres, se pintan con harina las caras, se aplaude. Luego, el baile del carnavalito bajando el cerro, agarrados de la mano, la recorrida interminable por los bares y restaurantes en busca de más y más alcohol, las palabras de agradecimiento y la bendición de las copleras que se dividen en varios grupos para entonar un canto inentendible. La fiesta continúa entre rey momo, harina y saratoga, una bebida típica con frutas fermentadas. A la hora de la puesta del sol, los rastros del alcohol son contundentes. Las copleras abrazadas se balancean y entonan por decimonovena vez la misma copla y al verlas se teme una inminente caída de alguna de ellas. El fondo de los cerros se confunde con los coloridos trajes y sombreros jujeños y se plasman en una postal única. Purmamarca, en febrero, un lugar que no puede dejar de visitar quien quiera empaparse con las raíces de la cultura indígena argentina. Purmamarca es, como dijo Caparrós, “el elogio de la diferencia”.
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