Hoy a la mañana al levantarme me sentí diferente. Me paré frente al espejo y enseguida lo supe. Me había convertido en un jacarandá. Lo primero que hice fue alzar los que ya no eran mis brazos sino finas y delicadas ramas que buscaban elevarse y notar que en sus extremos, exactamente allí donde antes estaban mis manos, comenzaban a desplegarse florcitas celestes, tan finas como el papel de calcar. Como si hubieran estado atrapadas durante el sueño, esperando por salir con la salida del sol. Al abrir la ventana, una brisa se coló a través de ellas. Se inclinaron hacia los costados y se desprendieron de los pétalos viejos. Uno tras otro esas pequeñas sedas emprendieron una danza en el aire, formando el contorno de un dibujo sin forma. Se produjo un desparramo de rocío por todos lados. Se mojó toda la casa. Los gruesos tallos que antes eran mis piernas se aferraron valientes del suelo como un niño que toma la cuerda de su barrilete temeroso de que un soplo se lo lleve. El silencio originó un sonido desgarrador que aniquiló los que eran mis oídos e inmediatamente noté que por debajo de las que eran mis axilas, se desprendían pequeños gajos verdes como las plumas de un loro. Nacían y se multiplicaban en cada milímetro de espacio, por dentro de los huecos de los dedos, por debajo de la nuca, en lo ancho de mi cintura, ocupando mi ombligo. Un olor a tierra mojada capturó todos los olores de la ciudad y el cielo se tiñó con los colores de un arco iris. Fue entonces cuando acomodé los largos vástagos alrededor de la silla y me senté a tomar el café con leche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario