Esto que voy a contar es el relato de lo que le sucedió a Fresia la anteúltima noche del año en un pueblito de la provincia de Buenos Aires donde el amanecer y el atardecer son nada más que un sol bien redondo que hace piruetas sobre el agua plateada del mar.
Era una noche perfecta. Solo un dejo de brisa pero ni un atisbo del frío. Un hallazgo si consideraba que los cuatro días anteriores había tenido que luchar con toda la fuerza de sus pies para no volarse con el viento.
Ella huía de los que querían amaniatarle su libertad, huía de su incapacidad latente de marcar los límites de su espacio interior. Y pensaba en ello al tiempo que caminaba por la orilla, con la espuma a la altura de sus tobillos, respirándose a sí misma. El mar se le metía por los oídos, imponente, soberbio. Las olas se desarmaban sin la nostalgia de lo que habían sido. De pronto oyó murmullos. Le pareció extraño darse cuenta que se trataba de dos hombres jóvenes. Casi nadie interesante frecuentaba el mar a esa hora, y casi había llegado a la conclusión de casi nadie interesante frecuentaba ese pueblo.
Pudo sentir el aroma del canabis y eso fue suficiente para que se detuviera a conversar con ellos. Sólo los que fuman esa planta prohibida conocen que en ese acto tiene una gran implicancia la acción de compartir, así sea con un extraño, generándose un ritual de hermandad. La conversación sucedió, como era de esperar, con el correr de los minutos más fluida y descontracturada. De pronto, G, M eran tres conocidos riéndose de las bromas más ridículas y obvias. Apenas la luna dejaba ver una grieta de luz por donde podían descubrirse los límites de sus rostros. Todos los movimientos del cuerpo anticipaban una carcajada violenta en Fresia. Ellos adivinaron lo que ella pretendía acallando a cada momento los ruidos incordiosos de su celular, la dejaban en evidencia sin acudir a la piedad pero sin herirla, como si se conocieran desde siempre, y ella reía. Ante el descubierto no podía más que responder de esa manera. Sentía que le habían allanado el camino. Si había algo que le costaba un trabajo detestable era fingir.
Los minutos se comieron todas las huellas que dejaron en la arena. El mar estaba sin estar. Fresia pensó mil veces más que era una suerte haberse salido de un plan que no la motivaba. Era la vida que estaba sucediendo, imprevista y preciosa, que se le estaba regalando.
“Piensa estrategias” le proponía su Yo más voluntarioso. Rápido, ahora, tienes que pensar. No puedes dejar todo así como así sin dar explicaciones.
Caminaron un largo rato. Un pedazo de noche entró por los costados del horizonte y se robó todos los colores.
Después de un rato empezaron las preguntas que arremetían contra el anonimato. Fresia jugó su juego más divertido y fue todas las opciones de sí misma que siempre había imaginado ser. Y al final cuando ya la verdad empezaba a asomarse, uno de ellos propuso ir a cenar. S dijo:
- A unos metros de acá hay un lugar para comer. Una cabaña donde un chabón cocina para unos pocos. Es un amateur…está fuera de la legalidad. Yo solía ir con unos amigos todos los veranos. El loco Marraso, qué personaje…
El misterio siempre había sido uno de los aderezos favoritos de Fresia y el efecto de la marihuana no hacía más que acentuar la adrenalina que corría por cada uno de los pliegues de su cuerpo. N no se negó.
En el trayecto S dudaba de reconocer el frente de la construcción. Se trataba de una cabaña más entre muchas similares que daban al mar.
Finalmente la encontró.
- Es esta. Dijo. Síganme…
Subieron una escalera. S actuaba con la seguridad de quien atraviesa el pasillo que lo conduce a su propia casa. N iba por detrás de Fresia y se mostraba confiado a los pasos de su amigo. Por un momento ella pensó que se trataba de una trampa. Una sensación de paranoia que luego sería objeto de cargadas por parte de los otros, la perturbó sin violencia. Pero ya era tarde para retroceder. S torció el picaporte de la ancha puerta de madera que estaba sin llave y les hizo paso para que ingresaran acomodándose él por detrás.
Según lo que Fresia me contó y haciendo un esfuerzo grandilocuente por expresar las inhóspitas muecas de su rostro, la imagen con la que se topó apenas unos segundos después tenía nada que envidiarle a la toma de una película francesa. Un flash que arremete contra los sentidos de tal forma que es imposible de trasladar al lenguaje de las palabras. Hechos sin correspondencia alguna con la realidad cotidiana de los mortales, percepciones puras que rebotan en uno descolocándolo. Fragmentos de tiempo que serán perpetuados en la mente por siglos y siglos, diapositivas dispuestas a no borrarse en el disco rígido que conforma la memoria humana.
Una mujer estaba sentada a la cabecera de una mesa de madera, usaba lentes de aumento que descansaban sobre la mitad del ángulo recto de su nariz, sobre la mano tenía una de las muchas cartas que habitaban sobre la mesa.
S le preguntó por el Loco Marraso y ella explicó con una serena parsimonia que él ya no vivía más allí, que trabajaba en el puerto. Dijo más pero Fresia no pudo contarme puesto que no recordaba las palabras con precisión. En el otro extremo de la sala, hizo su aparición un hombre que parecía ser su esposo. Hizo algunos comentarios sin moverse del lugar, mirando a los tres que seguían anclados en el centro de la habitación.
Fresia dirigía el foco de su mirada a través de un travelling que empezaba en la mujer sentada y terminaba en el hombre detrás de la columna, pasando por todos los objetos de la casa. Todo lo que veía apenas le cabía en los ojos. Quizás hubiera precisado ayuda para mirar. Frascos de dulce en hilera descansaban sobre una barra a su derecha, elementos que no alcanzaba a distinguir de diversos metales adornaban un ambiente en el que la luz se antojaba tímida a rabiar.
La falta de sorpresa quizás, la actitud compasiva del matrimonio, la brisa que no pasaba desapercibida colándose a través de los hilos de la cortina rústica de la ventana, el efecto de la marihuana o tal vez todos esos elementos juntos motivaron la pregunta de Fresia:
-¿Podría pasar a ver la vista desde el balcón?, debe ser muy bonita…
En la misma postura, la mujer no mostró resistencia a su pedido. Entonces fue que atravesó la sala y se detuvo unos minutos en el balcón para oler el aroma del mar. N se unió a ella.
Fue S quien desde el comedor tomó la determinación de dar por acabada la intromisión a un sitio tan ajeno como formidable y emprendió la retirada. Los otros dos lo siguieron.
Mientras bajaban la escalera, Fresia confesó que por un momento pensó en proponerle a la pareja que los invitaran a comer de todas maneras, tal vez a cambio de dinero. Había percibido en el aire, esa cosa extraña que se palpa con la intuición, una buena vibra, una energía poderosa e invisible que fluía como sangre en las arterias.
Los dos muchachos no se lo tomaron en broma, pero más realistas y precavidos, argumentaron que hubiese sido inapropiado. Fresia se excusó:
-Es la influencia incipiente de las novelas de Paul Auster y todos rieron al unísono.
S, interrumpió abruptamente la risa y dijo:
-Chicos, acabamos de entrar a la casa de un desconocido. Esto es algo que siempre quise hacer…
Y así, sin más y sin menos que lo vivido, S descalzo y con sombrero, N con ojotas y Fresia con el mp3 detenido y tres billetes de cinco pesos aguardando en su riñonera de colores, se dirigieron al parador más cercano a tomar una cerveza.
2 comentarios:
Cuantos conocidos de Marraso habran pasado ya por esa puerta, que la mujer ni se inmuta por la presencia de 3 desconocidos en su casa...
Seguro que a partir de ahi, va a empezar a poner llave en la entrada.
Saludos.
Hola, qué cambio veo en este blog, qué sucesso?
Sim embargo, tu capacidad para atrapar al lector perezoso sigue intacta.
saludos desde el chiquero
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