6/5/09

Dos días en la vida



Se frotó el mentón con los dedos índices. Levantó el cuello hacia arriba hasta quedar 45 grados su verruga de su pera. Estiró sus hombros enderezando su columna vertebral. Sus ojos quedaron fijos mirando a la pared de su cocina, precisamente en las agujas del reloj de pared estancado hacía meses en las ocho y cuarto. Abrió la boca y permitió entrar una bocanada de aire. El diafragma se le hinchó como un globo al tiempo que el pecho se le endureció. Desvió sus pupilas hacia abajo. Palpó su lunar y luego su tatuaje en tinta azul. Una apenas perceptible y sutil risa brotó por el vértice de su mejilla izquierda. Las propiedades de la saliva, pensó. Su cabeza dio una vuelta ovalada a través de las diapositivas que conformaban su pasado mediato. Dos días en la vida nunca vienen nada mal.
Una palabra puede ser muchas cosas. Le gustaba albóndiga. Pero se le ocurrió intenso. Un abrazo como una calesita girando sobre su eje. Fueron no más de sesenta segundos entre el pasto verde y su pecho. Pero tiempo suficiente para un registro al que pudiera echar mano cada vez que anduviera huérfana de abrazos. Un beso como una infusión de una sopa de estrellas. Habrán sido veinte, como mucho, las veces en las que se bebieron. Pero todavía le quedaba en los pliegues de los labios la sensación del incendio. Un gesto puede decir nada. Pero los suyos, medidos como vagos, desfondaron el hondo itinerario de modos posibles que ella había observado en otros. Se había propuesto enumerarlos en un área preciada de su memoria emotiva para evocarlos cuando le viniera en ganas. Su preferido, el continuo movimiento de sus dedos encima de su cuero cabelludo.
¿Qué lugar darle a su parsimonia, sus ganas aplacadas de casi todo, su desestructura chisporroteante, sus lamentos rebasados de silencio, sus cascotes de inconsciente reprimido, sus pausas pinchando como alfileres, sus manos como hienas, sus huesos como ramas, su cuerpo de gigante estirándose como plastilina para atravesarla en los extremos?
Dos días no son más que dos días sino admiten la libertad. Un hombre sin alas seguramente será ahora y para siempre sólo un hombre. Una cena puede ser tan siquiera una cena sino hay dos que se coman a bocados usando como escenarios los manteles. Una ciudad, la repetición del mismo paisaje sino se camina con los ojos de otro. Una canción, puede ser una excusa obvia para desoir los silencios o todo o más que una canción.
Una mañana ella se tropezó con él en la estación de colectivos. Llevaba una nariz de payaso guardada en el bolsillo y un manojo de nervios amontonados en las cervicales que ni con todo el teatro universal podía disimular. El leía un libro con la cola pegada al piso y tramaba un desayuno con medialunas en la próxima hora y media. Del cielo colgaba un sol redondo que prometía. En el subte establecieron un contrato con cláusulas sinsentido para estar seguros de que iban a hacerlo añicos. Y así lo hicieron. Nada de lo hecho mereció ser contado ni mucho menos repetido. Inventaron todo de nuevo. Aprendieron a degustar la exacta temperatura de los besos y a regular el apetito para no quemarse con el deseo. Ella siempre más cerca de arder. No permitieron que el dolor les secara las alas. Se despeinaron y volaron durante dos días sin intermitencias. Estaban condenados a hilvanar vuelos. Se convirtieron en pájaros. Cada uno con su singular plumaje. Volátiles. Tensando las nubes. Dejando descansar los disfraces de sí mismos.
Comprobaron que poco importan las contexturas de las alas. Disímiles. Ellos, inexorablemente, habían nacido dos días para volar.



1 comentario:

Felipe B dijo...

cuanto cuento para un miércoles a la tarde, un día tan cómplice de la simetría laboral. un día que invita a "inventar todo de nuevo" y aniquilar la semana, en lo posible esos dos días que nos quedan, en una hoguera o en un libro.
leí con detenimiento y suspicacia estas líneas. fascinado.

gracias por pasar ud.