
Embocar el saco en la punta del perchero. Presionar el botón del encendido de la computadora. Sacar los anteojos del estuche. Desplegar las patitas hacia los dos extremos. Dejarlos descansar entre mis orejas. Detenerme doce segundos en su cabellera despeinada que llegó. Esperar su beso. Sin que se note. Contener mi corazón que brinca. Pispear de vez en cuando el sol con la forma de un cuadrado. Obsequiarle a mi nariz el aroma de la lana de sus pulóveres. Dar diez pasos hacia la cocina. Presionar la manija hacia abajo y hacia arriba. Estirar las piernas para alcanzar la tasa en lo alto de la alacena. Los muebles nuevos que relucen. Extender el brazo para abrir el cajón de la mesada. Poner el saquito de café adentro de la tasa. Presionar la canillita del container de agua. Mirar el humo que emana de mi tasa. Una cucharada de azúcar blanca que comienza a perder su identidad adquiriendo un color marrón. Girar hacia los lados sobre las ruedas que sostienen mi silla. Ctrol Alt Supr. Mi contraseña. Las máquinas piden letras y números iguales cada mañana. Click Clik. El mouse. Me estremezco con sus alaridos cantando Selfish Jean. En medio de todos los sonidos que hacen al mundo más tolerable ese ocupa un mayúsculo lugar. En la lista de los que hacen que aborrezca este exhalar de mi garganta, el piririri piririri del teléfono se lleva el primer puesto. Debería existir un mecanismo eficaz para silenciar ese artefacto y extinguir ese sonido para siempre. Pienso en los más comunes y eficaces. Pienso que tan hostiles serían las consecuencias que se acto tendría. Nada de lo que tiene esa voz para decirme del otro lado del tubo me preocupa. Todo lo que tenga él para decirme en cambio, me conmueve. Me enternece, por ejemplo, que use los nudillos de los dedos para discriminar los meses de treinta y treinta y un días, que diga que es disléxico solo para leer números, sus ojos de perrito que perdió a su amo alzandose por detrás del box para contestar a mis mecánicas demandas. Me rindo ante las suyas. Su paciencia abominable. La mia siempre a punto de estrellarse contra la computadora. La tensión en mis dientes achicharrandome el estómago cuando el 456 brilla en verde en mi pantallita. El crujir de las hojas. Los líquidos de café resbalándose de las tasas. La alfombra que se arruina. Los guiños de mi torpeza, resultado de mis eternas abstracciones. La locura de creer que la vida puede desmoronarse sobre la textura de una alfombra que cuesta miles de dólares. La gente que insiste en hablar con un migo que no soy yo. Los aurículos de mi nariz que se emborrachan con el olor de su elixir. Mi preocupación por su presencia volviendose mi prioridad entre todas las miles prioridades de una jornada de trabajo. Los mails. Las gracias. Los atentamente. Las disculpas. Los buenos días que son malos cuando él se afeita. La satisfacción de mi risa jactandose de mis ocurrencias. La urgencia de todos. La mia por disputarle la asignación de un sitio en su lista de posibilidades escasamente probables. Los días corrientes. El dinero que se revuelca en el asco de mi estómago. Las determinaciones que jamás tomaría en su nombre. Los años suyos molestandome. El barrio allá afuera. Delicioso febo. El letargo adentro. Los caprichos sin sentido de los poderosos. Yo sonrojandome ante sus halagos infantiles, previsibles frases de ocasión en bloque. "Te queda muy bien ese pulover verde". "¿Te cortaste el pelo?". Otra vez el chirrido del fax interrumpiendo los cantos del silencio. La impresora que se atasca tan de prisa como mis llantos. Las máquinas que el hombre construye para sentirse a salvo. La desdicha anticipada de intuir que jamás va a fantasear con mis besos. Las parades de madera que me detienen su abrazo y la luz chamuscandolo todo. Y yo entre las teclas, regodeandome en mis minúsculos fracasos por conquistar su atención, con mi ejército de cabos sueltos, con los números desvalijando mi creatividad, con una inexistente capacidad de disimulo que igual insisto en hacer visible, con la fábula de mis delirios quijotescos. Yo con los fastidios, los deseos en combustión, el esqueleto dando saltos, las rebeldías enquistadas, todo mi conjunto de fundamentos, un caudal de teorías acurrucado por ocho horas, con las muecas esperando en los bolsillos, con todo mi yo esperando siempre por atropellar el mundo.