7/2/08

Jugador de futbol





No tengo reparo en admitir que mi vida se compone de una exquisita sucesión de accidentes ocasionados en gran parte debido a mi torpeza. Tengo problemas graves con las dimensiones de los objetos. No soy capaz de percibir a ciencia cierta las distancias existentes entre mi cuerpo y ellos. Sin embargo, estoy empezando a creer que esas desventuras no recaen exclusivamente sobre mí. En realidad son las cosas las que me atropellan.
El primer mal momento que el asfalto maldito se encargó de ocasionarme fue a los
15 años. Atardecer de un 31 de diciembre. Iba hacia mi casa en mi bicicleta con un par de medias sin estrenar, cuando mis cálculos fallaron (los frenos del conductor que venía echando diablos hicieron lo suyo) y al doblar por una diagonal una camioneta me topó por detrás. Mis pies pedalearon lo más que pudieron pero no alcanzó. Rodillas y manos
al piso.Ruedas chuecas. Manubrio mirando al sur. Heridas en codos y piernas. Cicatrices evidentes gracias a la ineficiencia de enfermeras y medicuchos de pueblo. El pan dulce con frutas estaba sabroso.
El segundo infortunio, fue unos años después en una cita con un novio de la adolescencia. Me llevé por delante los escalones de un restaurante lujoso y caí, una vez más, de rodillas al piso, con vestido blanco y pimpollo rojo en la mano. Ayudada por un mozo y mi príncipe (que no tardó en convirtirse en calabaza), logré sobrellevar el mal trago sin lesiones considerables. Pero me quedó la vergüenza.
El ultimo episodio ocurrió el mismo día que viajaba de vacaciones, un mediodía de febrero con cuarenta grados a la sombra. Me choqué con una carretilla que insólitamente andaba haciendo de las suyas y decidió salirse de la rutina. Fue en una construcción. Su conductor no supo ver mis intenciones ocultas. Resultado: un tajo arriba de la rodilla (al menos ésta era la derecha), algunos puntos y la intranquilidad por que no se abriera la incisión por siete días en medio de la selva boliviana.
Accidentes menores me ocurren a diario. Las manijas de las puertas que nunca voy a atornillar sucumben con toda su violencia sobre mis pies descalzos, mis huesos se encuentran imprevistamente con las esquinas donde terminan los muebles cada noche que me levanto sonambula, me voy de cara al piso en las aceras cada vez que uso sandalias y más. No obstante, lo más prepotente es que se atrevan con mis rodillas. Sócalos descolocados, peldaños empinados y resbalosos, asfaltos malditos, se animan, pero las rodillas de un jugador de futbol son obstinadas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Euge!!!!! Te faltó la caída por la Escalera en el Teatro San Martín de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
En otra entrada te digo cuáles son las notas que más me gustan. Beso
Doris